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lunes, 14 de marzo de 2011

A propósito de "Loca de tormenta"

No se da cuenta uno de cuándo empieza el viaje. De repente está, y eso es todo. Se descubre en medio de una carcajada, se siente una lágrima tibia caer por la piel de la mejilla, se toca el cabello, se cae uno en la calle o en la plaza. Son indicios que aparecen y pasan como pasan los árboles de la costa al navegar el río. Son hitos. Son mojones que la vida va dejando en la memoria. Y uno ya está en viaje, embarcado en el mar infinito de los días. Como Ulises de ida y de regreso. Surcando sin anclas la vida de a momentos. Buscando más allá de los ojos, con la vista en esa línea en que se tocan mar y cielo.

Al principio es todo proa. Capitán del propio sueño, uno solo tiene corazón para mirar hacia delante. La fina línea negra que se escurre en utopía hasta alcanzarla. Y después, el próximo horizonte, y otro, y otro más, en una sucesión infinita que uno busca forzando la marcha de los remos, o haciendo abrir de par en par la tela de las velas.

Y cuando se mira hacia el costado, o alguna tormenta nos pone en zozobra, y nos preguntamos hacia dónde vamos, y vemos los despojos de otras naves pasar con la corriente, al volver la vista a popa descubrimos justo a la mitad de nuestro propio camino, que atrás también hay horizontes, líneas sin fondo donde se han perdido: las caricias que una vez hubieron recibido nuestras manos; el aliento fresco del amanecer de nuestro tiempo; las cosas que una vez tuvimos y que fueron extraviándose en abismos de un arcón remoto.

Marineros de papel, a veces tememos seguir navegando si la lluvia nos moja los brazos o nos ahoga las sonrisas, y hasta solemos preguntarnos qué hacemos en mitad de ese océano sin brújula, sin norte.

A merced del monstruo (pues sabemos ahora que hay un monstruo en la penumbra-alcantarilla de final de recorrido), tememos también por nuestros sueños. Sentimos que la ingente inmensidad de toda el agua nos doblega, nos corroe las rodillas, nos hunde en el abismo circular del remolino. Y pensamos, como el marinero, que no vamos a pasar, que nos va a atrapar, que tanta agua y tanta inmensidad de mundo va a terminar ahogándonos, hundiéndonos con barco y todo en el lecho profundo de la ausencia.

Entonces se hace imprescindible el mismo movimiento circular, pero dentro de uno mismo. Algo que nos ensimisme y que nos lleve hasta el centro de nosotros, hacia el corazón inexplorado de lo nuestro-propio-inajenable, hacia donde duermen todos esos horizontes que una vez hemos creído sepultar en el silencio de una foto, o en el pálido y difuso zanjón de la memoria.

Hasta descubrir que aquellas cosas que creíamos perdidas: la niñez y la creencia, el calor de los abrazos y las upas, los murmullos, las desobediencias inocentes, la rebelde conquista de lo propio, siguen tan vivas como el nombre que llevamos, sigue grabadas en el fondo de esa tez que nos devuelve el espejo día a día.

Marineros de papel, necesitamos del amor de la estampilla para darnos cuenta de que estamos hechos para desafiar la correntada, para desbordar y deshacer los límites, las márgenes angostas del riacho que sigue la ruta del desagüe.

Marineros de papel de barrilete, tan hechos de las cosas más sencillas que nos pasan e inventamos, nos urge saber que estamos hechos todos, todos de papel, del mismo material sensible al soplo, al aliento y al latido; nos urge navegar surcando el aire, prendidos de la mano del amor del otro.  

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