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lunes, 14 de marzo de 2011

24 de marzo

Nosotros queríamos jugar. Nada más y nada menos que eso. Jugar. Llevábamos al jardín en la bolsita cuadriculada, el vasito telescópico, ese de plástico que se extendía y se plegaba, y que podía transformarse en platos voladores, en armas extraterrestres, en telescopios para explorar el patio y hasta en instrumentos musicales que hacían un ruido repetitivo y seco cada vez que los desplegábamos y los recogíamos en compás irregular y desprolijo, para horror de la señorita Mónica, que se llevaba las dos palmas de la mano a las orejas mientras nos compelía con voz enérgica y mueca de desagrado a que dejáramos de ejecutar esa espantosa composición disonante.

Entonces Mónica, cuando acallábamos por fin el tableteo arrítmico de nuestros vasos de percusión, nos buscaba algunas otras cosas que hicieran un poco menos de ruido, y las disponía en distintos sitios de la sala para que nos dedicáramos a actividades un tanto menos nocivas para sus nervios: crayones y hojas bien grandes sobre una mesita, masa de distintos colores, ladrillitos, muñecos de felpa, aros y colchoneta.

A nosotros cualquier cosa que nos sirviera para jugar nos venía bien, así que no tardábamos en aceptar la invitación y nos desparramábamos, en un silencio aceptable, por los cuatro rincones de la sala.

Es curioso: es un recuerdo que guardo muy entrañablemente. Diría yo que es uno de los recuerdos más queridos que tengo de esa época. Será porque es muy mío, será porque lo viví con todas mis ganas. O será porque nadie me forzó a vivirlo, contrariamente a lo que me ha sucedido con esos otros recuerdos que vemos ahora cada tanto en algún que otro programa, donde cada vez que se alude al Mundial, a nuestro Mundial del ’78, se habla de hazaña, de fútbol y de gloria. Palabras e imágenes que a través de la pantalla, en la representación nostálgica del corto, vemos bajar desde arriba en forma de cintas blancas, de papelitos de color celeste y argentino que vuelan como mariposas interminables y revolotean perdidos e indecisos entre el viento helado del invierno y el clamor eufórico y vaporoso de gargantas hambrientas de heroísmo. Cientos de miles de láminas que giran espasmódicas entre las cabezas despeinadas por el remolino abrupto de sentimientos repentinos y atropellados: recortecitos de hojas de cuadernos, cintas de máquinas sumadoras, pedacitos de historias, fragmentos de cartas escritas y por escribir, despojos de futuros contratos frustrados, retazos de cheques que nunca habrían de pagarse, trocitos de títulos que nunca habrían de extenderse, fracciones desgajadas de planos de edificios que jamás habrían de levantarse: todas esas diminutas planchas, delgadas planchas que enloquecidamente van bailando al ritmo de los gritos, y bajan y bajan aleteando, zigzagueantes, ebrias de temeridad, hasta el campo donde se juega con pierna más que fuerte: ahí están todos, en la cancha: Luque, Kempes, el Pato, Menotti, y los que no se ven a simple vista, los que es necesario imaginar, porque están detrás de cámaras: Muñoz, Marx, Videla, Santucho, Cuba, la libertad, el Proceso de Reorganización Nacional, la guerrilla montonera, todas piezas inasibles para una edad tan corta, para mí de cinco años. Todos están ahí, jugando en ese césped, con el tableteo de sus vasos de plástico telescópicos que se convierten en armas, en telescopios para espiar, en instrumentos de horrenda percusión de ruido seco, en platos que vienen desde ningún lado para practicar abducciones secretas.

El partido se juega en nuestra cancha, en nuestro suelo, y todos, mis padres, mis tíos, mis abuelos, amigos y conocidos de mis padres, de mis tíos y de mis abuelos, lo siguen desde la tribuna, desde donde todo el mundo lo vive con el pecho hirviente y la sangre en la cabeza, gritando, insultando, maldiciendo, pegando, alzando los puños, arrojando maldiciones a los rivales y a toda su ascendencia y descendencia.

Entonces, en medio de todo ese escándalo de calor irracional, en medio de esa absurda sucesión de martillazos y de bronca, mientras avanza el documental, yo la imagino a Mónica, mi señorita Mónica, con todas sus lecturas y las noches que pasó planificando, sobrecogida, revuelta sobre sí en un rincón de la sala, aturdida por tanto estruendo inútil, sentada o arrodillada, la espalda contra la pared, desvariando y devanándose los sesos, ofreciendo estérilmente entre sus manos las plastilinas y los ladrillitos para construir casas y puentes, los lápices para hacer dibujos entre todos, las piezas de rompecabezas y los cuentos.

Imagino al jardín, a todo el jardín, con su patio de juegos y sus salas, y a todas las escuelas, con todos sus pizarrones y sus pupitres y su avidez y sus ganas, llevándose las manos a los oídos y suplicando que dejemos de hacer ruido, que dejemos de improvisar zapadas absurdas y destempladas con nuestros vasos, y que los despleguemos para beber y para convidar, para compartir y para crear, para hacer columnas que lleguen hasta el techo, para edificar castillos y hospitales, y que los pleguemos nuevamente para hacer de cuenta que son auriculares inalámbricos de telefonía celular de alma a alma, o monedas de respeto y de empatía.

Imagino a las escuelas, a todos los colegios y universidades, retándonos y reconviniéndonos, instándonos, igual que Mónica, a que dejemos de hacer tanto ruido en vano con nuestros vasos, y que los usemos, de una vez por todas, para empezar a jugar en serio.

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