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lunes, 14 de marzo de 2011

Fin de ciclo lectivo

Esto me ocurrió la otra noche, mientras me cepillaba los dientes con la puerta del baño entreabierta. Estaba a mitad de la tarea cuando escuché un “chst, papi…” que venía de la pieza de mis hijos. Di vuelta la cabeza de inmediato, y pude ver que Enrico, con sus tres años y medio desparramados en una sonrisa enorme, tapado con la sábana hasta el cuello y abrazado a su perro gigante de peluche y a su camión volcador con los que se había acostado, agitaba su mano saludándome.

Martina, mi otra hija, dormía en la cama de al lado, pese a que Enrico había dejado adrede la luz encendida. Mi mujer también se había rendido al cansancio, y había apagado la luz de nuestra habitación hacía ya unos minutos. De manera que solamente quedábamos Enrico y yo, los dos despiertos, vigías del último capítulo de la jornada.

Le devolví como pude una sonrisa con espuma de menta y le agité la mano guiñándole un ojo. No me alcanzaban las señas para retribuirle la delicadeza de haberse acordado de mí nuevamente. Si hubiese podido verme el alma, seguramente se habría sorprendido de sus saltos eufóricos y casi me animaría a decir adolescentes. Y eso que le había dado un montón de besos antes de que se acostara, y me los había dado él también a mí. Pero así y todo, a pesar de que ya nos habíamos despedido, a pesar de que yo estaba de espaldas y encaramado en el rutinario menester del cepillo y de la pasta, se acordó de mí. ¡Se acordó!

Entonces me pasó algo maravilloso: por un instante brevísimo, por una infinitesimal fracción de segundo, fui Enrico. Me vi desde su posición, desde su pequeña experiencia de mundo saludando a aquel ser de espaldas, inclinado sobre el lavabo y vestido en unos pijamas raros, ese ser tan extraño y tan difícil de descifrar, aquella persona que es capaz de enojarse hasta el reto o el chirlo (sí, el chirlo, pero en las pompis), y a los diez segundos levantarlo a uno a upa y jugar a nariz contra nariz o al monstruo cosquillero.

Fui Enrico intrigado. ¿Qué esconde esa persona que está allá en el baño, que desde que nací se llama papá y que vaya a saber uno de dónde vino a parar justo acá en mi casa? ¿Qué secretos tendrá? ¿Se irá a dormir ahora? ¿Me despertará mañana? ¿Me va a llevar a jardín? ¿Y después? ¿Qué vendrá después? ¿Otros días? ¿Otros cuentos? ¿Ya habrá hecho pis? ¿Me enseñará otros juegos? ¿Le podré ganar?

Y recién en ese momento tomé conciencia, como si me hubiese caído otra vez en el oído ese “chst, papi” de hacía un minuto. Volví a mirarlo: ahora estaba todo tapado hasta la nariz, y me miraba con sus ojos de un ocre profundo desde su almohada. Recién en ese instante, decía, pude darme cuenta de lo que Enrico había hecho: había tomado nuestro mundo, todas nuestras cosas, y las había puesto en el medio, entre el baño y el dormitorio, y me había llamado para que las mirara desde su lado. ¡Y qué distinto se veía todo: con sus colores nuevos, con sus pájaros y sus mariposas que me repetían jugá, jugá, jugá, con sus porqués que se multiplicaban y me obligaban a revisar mis miedosas certezas, con sus ganas de hacer y deshacer, de romper para saber, de conocer; con su particular visión de mí mismo! Y me fui a dormir con la sonrisa de Enrico guardada en la memoria, ya sabedor de lo necesario que era para mí poder mirarme en el espejo de sus ojos.

Entonces también me di cuenta de que cada final de año escolar se parece bastante a la noche con Enrico: durante una clase suele suceder algo similar: se toma una porción de mundo y se la va haciendo girar, para poder verla mejor desde distintos puntos de vista. Y al final (de la clase o del año) uno tiene la posibilidad de ir a buscar el otro día o el futuro con la sensación de haber encontrado no ya nuevas respuestas, sino nuevas preguntas.

Pero lo mejor (y lo más importante) no es ese mundo que analizamos, desarticulamos, destripamos y rearmamos. Lo principal, lo imprescindible, es la mirada. Esos otros ojos en los que tenemos la oportunidad de vernos e incluso de escucharnos; esos rostros que han pasado del anonimato de la calle a la intimidad de un vínculo; esas almas que podemos guardar con nosotros y que son capaces de hacernos sentir que en algún lugar o en algún recodo del tiempo, en algún momento del día o de la noche, estemos donde estemos, hagamos lo que hagamos, alguien se estará acordando de nosotros.

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