Buscar

martes, 22 de marzo de 2011

Rouaux y la memoria

El miércoles pasado falleció en La Plata el Dr. Juan Eduardo Rouaux, un médico cirujano que trabajaba desde hacía muchos años en nuestra ciudad y que era muy apreciado por todos los que lo conocíamos.
Prácticamente no había una persona en el trabajo que no le debiera algún favor. Me incluyo entre ellas. Que mire lo que me salió en los estudios, a ver qué le parece; que ¿no me mira la garganta que tengo un dolor que no puedo más?; que ¿no me hace una recetita de Amoxidal?; que ¿no me puede atender mañana en el sanatorio?; que si me puede hacer una orden para unos análisis de sangre para un chequeo, y muchos otros tantos “ques” como pueda uno imaginarse.
Ha pasado una semana y todavía nos cuesta bastante acostumbrarnos a que no está. A que aquella persona con la que hasta ayer tratábamos cotidianamente, contra toda suposición y contra toda lógica esperable, se ha vuelto de repente inmaterial, intangible e inhallable.
Para Ortega y Gasset, nuestro universo se estructura sobre la base de creencias. Por ejemplo, salimos a la calle porque creemos y damos por supuesto que nuestra calle estará ahí, que no nos vamos a caer en un agujero negro cuando abramos la puerta de casa. Ni siquiera nos detenemos a pensar acerca de la posibilidad de que la calle pueda haber desaparecido. Eso jamás se nos ocurriría. Pero claro, cuando la calle desaparece, el problema cobra su verdadera dimensión: el mundo se ha modificado, y en consecuencia tenemos que modificarnos nosotros; pasar de un mundo con calle de toda la vida, a un mundo sin calle, repentino y abrupto.
Y esto no es nada sencillo, porque independientemente de que haya cambiado ese mundo material, que tiene su existencia propia, tenemos que cambiar nuestro propio mundo, nuestra propia concepción del mundo. Pero tenemos algo que se interpone entre lo antiguo y lo nuevo, un obstáculo a mitad de camino que nos hace bastante más dificultoso el trayecto: la memoria.
Tener que vivir en ese nuevo mundo sin calle no sería nada comparado con el hecho de tener que vivir en él pero con el recuerdo del mundo con calle. Eso es lo difícil de aceptar. Creo que eso es un poco lo que nos está pasando con Rouaux en la oficina: que tenemos que convivir no solo con su ausencia, sino además con todo lo que recordamos de él, que la hace aún más profunda y más drástica. 
En términos generales, la memoria se define como la facultad psíquica que retiene y recuerda el pasado. Así como para una persona esa facultad es determinante para su vida, tanto para las cosas más sencillas y cotidianas (saber, por ejemplo, dónde queda el dormitorio o cómo se llaman las personas con las que vivimos) como para hasta las más sublimes (el nombre del primer amor, las fechas queridas), también es vital para una nación: la memoria reserva en el arcón de los pueblos todos aquellos nombres y las ideas que los forjaron, y procura orientar de ese modo su camino.
Pero a veces, como en el caso de Rouaux, puede perturbar más de lo que ayuda, al menos hasta que pase el estupor y nuestros días sin él vayan sedimentando una memoria que torne su falta en una condición habitual. Y eso también creo que puede pasar a nivel de una nación: a veces la memoria puede perjudicarnos, y dejarnos anclados en un duelo recursivo, o peor aún, en un encono recocido por el fuego lento de los años y del rencor. Y este fenómeno está estrechamente vinculado con la primera definición de memoria que mencionamos.
Pero hay otras acepciones.
Para la filosofía escolástica, por ejemplo, la memoria es una de las potencias del alma. Me parece a todas luces una definición no solo más sublime, sino muchísimo más amplia y que si bien toma el pasado – la existencia del alma con todo su sustrato -, enfoca más bien al futuro: la potencia es el paso previo al acto, la condición necesaria para seguir siendo o para comenzar a ser algo distinto.
Nadie se baña dos veces en el mismo río, sentenció hace siglos Heráclito en referencia al constante devenir del tiempo; de modo que tratar de volver a bañarse en el pasado es una pretensión tan ambiciosa como estéril. Es inútil y nocivo para nuestra salud mental, añorar permanentemente a Rouaux y pretender recuperarlo. Es vano y perjudicial para nuestra salud nacional, tratar de exhumar el odio que las aguas de tres décadas deberían ya haber sepultado.
Creo que hablando un poco de qué trata esta vida nuestra, este tiempo nuestro, Vicente Huidobro escribe:


La sombra es un pedazo que se aleja
Camino de otras playas

En mi memoria un ruiseñor se queja
                    Ruiseñor de las batallas
                    Que canta sobre todas las balas

            HASTA CUÁNDO SANGRARÁN LA VIDA

La
misma luna herida
No tiene sino una ala

                              El corazón hizo su nido
                              En medio del vacío

Sin embargo
          Al borde del mundo florecen las encinas
Y LA PRIMAVERA VIENE SOBRE LAS GOLONDRINAS


Acaso la memoria sirva para algo más que para guardar el pasado. Por lo pronto a mí me ha regalado un Rouaux que me ha enseñado (¿está de más aclarar que toda enseñanza es un fenomenal impulsor de actos futuros?) que siempre se puede dar una mano, por más ocupado que uno esté en sus tan importantes asuntos. Y quizás la misma capacidad de memorizar, esa misma potencia del alma, termine por enseñarnos a todos que el pasado aciago existe no como excusa para nuevas calamidades, sino como ejemplo de lo que el porvenir nunca más debería depararnos.

lunes, 14 de marzo de 2011

Fin de ciclo lectivo

Esto me ocurrió la otra noche, mientras me cepillaba los dientes con la puerta del baño entreabierta. Estaba a mitad de la tarea cuando escuché un “chst, papi…” que venía de la pieza de mis hijos. Di vuelta la cabeza de inmediato, y pude ver que Enrico, con sus tres años y medio desparramados en una sonrisa enorme, tapado con la sábana hasta el cuello y abrazado a su perro gigante de peluche y a su camión volcador con los que se había acostado, agitaba su mano saludándome.

Martina, mi otra hija, dormía en la cama de al lado, pese a que Enrico había dejado adrede la luz encendida. Mi mujer también se había rendido al cansancio, y había apagado la luz de nuestra habitación hacía ya unos minutos. De manera que solamente quedábamos Enrico y yo, los dos despiertos, vigías del último capítulo de la jornada.

Le devolví como pude una sonrisa con espuma de menta y le agité la mano guiñándole un ojo. No me alcanzaban las señas para retribuirle la delicadeza de haberse acordado de mí nuevamente. Si hubiese podido verme el alma, seguramente se habría sorprendido de sus saltos eufóricos y casi me animaría a decir adolescentes. Y eso que le había dado un montón de besos antes de que se acostara, y me los había dado él también a mí. Pero así y todo, a pesar de que ya nos habíamos despedido, a pesar de que yo estaba de espaldas y encaramado en el rutinario menester del cepillo y de la pasta, se acordó de mí. ¡Se acordó!

Entonces me pasó algo maravilloso: por un instante brevísimo, por una infinitesimal fracción de segundo, fui Enrico. Me vi desde su posición, desde su pequeña experiencia de mundo saludando a aquel ser de espaldas, inclinado sobre el lavabo y vestido en unos pijamas raros, ese ser tan extraño y tan difícil de descifrar, aquella persona que es capaz de enojarse hasta el reto o el chirlo (sí, el chirlo, pero en las pompis), y a los diez segundos levantarlo a uno a upa y jugar a nariz contra nariz o al monstruo cosquillero.

Fui Enrico intrigado. ¿Qué esconde esa persona que está allá en el baño, que desde que nací se llama papá y que vaya a saber uno de dónde vino a parar justo acá en mi casa? ¿Qué secretos tendrá? ¿Se irá a dormir ahora? ¿Me despertará mañana? ¿Me va a llevar a jardín? ¿Y después? ¿Qué vendrá después? ¿Otros días? ¿Otros cuentos? ¿Ya habrá hecho pis? ¿Me enseñará otros juegos? ¿Le podré ganar?

Y recién en ese momento tomé conciencia, como si me hubiese caído otra vez en el oído ese “chst, papi” de hacía un minuto. Volví a mirarlo: ahora estaba todo tapado hasta la nariz, y me miraba con sus ojos de un ocre profundo desde su almohada. Recién en ese instante, decía, pude darme cuenta de lo que Enrico había hecho: había tomado nuestro mundo, todas nuestras cosas, y las había puesto en el medio, entre el baño y el dormitorio, y me había llamado para que las mirara desde su lado. ¡Y qué distinto se veía todo: con sus colores nuevos, con sus pájaros y sus mariposas que me repetían jugá, jugá, jugá, con sus porqués que se multiplicaban y me obligaban a revisar mis miedosas certezas, con sus ganas de hacer y deshacer, de romper para saber, de conocer; con su particular visión de mí mismo! Y me fui a dormir con la sonrisa de Enrico guardada en la memoria, ya sabedor de lo necesario que era para mí poder mirarme en el espejo de sus ojos.

Entonces también me di cuenta de que cada final de año escolar se parece bastante a la noche con Enrico: durante una clase suele suceder algo similar: se toma una porción de mundo y se la va haciendo girar, para poder verla mejor desde distintos puntos de vista. Y al final (de la clase o del año) uno tiene la posibilidad de ir a buscar el otro día o el futuro con la sensación de haber encontrado no ya nuevas respuestas, sino nuevas preguntas.

Pero lo mejor (y lo más importante) no es ese mundo que analizamos, desarticulamos, destripamos y rearmamos. Lo principal, lo imprescindible, es la mirada. Esos otros ojos en los que tenemos la oportunidad de vernos e incluso de escucharnos; esos rostros que han pasado del anonimato de la calle a la intimidad de un vínculo; esas almas que podemos guardar con nosotros y que son capaces de hacernos sentir que en algún lugar o en algún recodo del tiempo, en algún momento del día o de la noche, estemos donde estemos, hagamos lo que hagamos, alguien se estará acordando de nosotros.

24 de marzo

Nosotros queríamos jugar. Nada más y nada menos que eso. Jugar. Llevábamos al jardín en la bolsita cuadriculada, el vasito telescópico, ese de plástico que se extendía y se plegaba, y que podía transformarse en platos voladores, en armas extraterrestres, en telescopios para explorar el patio y hasta en instrumentos musicales que hacían un ruido repetitivo y seco cada vez que los desplegábamos y los recogíamos en compás irregular y desprolijo, para horror de la señorita Mónica, que se llevaba las dos palmas de la mano a las orejas mientras nos compelía con voz enérgica y mueca de desagrado a que dejáramos de ejecutar esa espantosa composición disonante.

Entonces Mónica, cuando acallábamos por fin el tableteo arrítmico de nuestros vasos de percusión, nos buscaba algunas otras cosas que hicieran un poco menos de ruido, y las disponía en distintos sitios de la sala para que nos dedicáramos a actividades un tanto menos nocivas para sus nervios: crayones y hojas bien grandes sobre una mesita, masa de distintos colores, ladrillitos, muñecos de felpa, aros y colchoneta.

A nosotros cualquier cosa que nos sirviera para jugar nos venía bien, así que no tardábamos en aceptar la invitación y nos desparramábamos, en un silencio aceptable, por los cuatro rincones de la sala.

Es curioso: es un recuerdo que guardo muy entrañablemente. Diría yo que es uno de los recuerdos más queridos que tengo de esa época. Será porque es muy mío, será porque lo viví con todas mis ganas. O será porque nadie me forzó a vivirlo, contrariamente a lo que me ha sucedido con esos otros recuerdos que vemos ahora cada tanto en algún que otro programa, donde cada vez que se alude al Mundial, a nuestro Mundial del ’78, se habla de hazaña, de fútbol y de gloria. Palabras e imágenes que a través de la pantalla, en la representación nostálgica del corto, vemos bajar desde arriba en forma de cintas blancas, de papelitos de color celeste y argentino que vuelan como mariposas interminables y revolotean perdidos e indecisos entre el viento helado del invierno y el clamor eufórico y vaporoso de gargantas hambrientas de heroísmo. Cientos de miles de láminas que giran espasmódicas entre las cabezas despeinadas por el remolino abrupto de sentimientos repentinos y atropellados: recortecitos de hojas de cuadernos, cintas de máquinas sumadoras, pedacitos de historias, fragmentos de cartas escritas y por escribir, despojos de futuros contratos frustrados, retazos de cheques que nunca habrían de pagarse, trocitos de títulos que nunca habrían de extenderse, fracciones desgajadas de planos de edificios que jamás habrían de levantarse: todas esas diminutas planchas, delgadas planchas que enloquecidamente van bailando al ritmo de los gritos, y bajan y bajan aleteando, zigzagueantes, ebrias de temeridad, hasta el campo donde se juega con pierna más que fuerte: ahí están todos, en la cancha: Luque, Kempes, el Pato, Menotti, y los que no se ven a simple vista, los que es necesario imaginar, porque están detrás de cámaras: Muñoz, Marx, Videla, Santucho, Cuba, la libertad, el Proceso de Reorganización Nacional, la guerrilla montonera, todas piezas inasibles para una edad tan corta, para mí de cinco años. Todos están ahí, jugando en ese césped, con el tableteo de sus vasos de plástico telescópicos que se convierten en armas, en telescopios para espiar, en instrumentos de horrenda percusión de ruido seco, en platos que vienen desde ningún lado para practicar abducciones secretas.

El partido se juega en nuestra cancha, en nuestro suelo, y todos, mis padres, mis tíos, mis abuelos, amigos y conocidos de mis padres, de mis tíos y de mis abuelos, lo siguen desde la tribuna, desde donde todo el mundo lo vive con el pecho hirviente y la sangre en la cabeza, gritando, insultando, maldiciendo, pegando, alzando los puños, arrojando maldiciones a los rivales y a toda su ascendencia y descendencia.

Entonces, en medio de todo ese escándalo de calor irracional, en medio de esa absurda sucesión de martillazos y de bronca, mientras avanza el documental, yo la imagino a Mónica, mi señorita Mónica, con todas sus lecturas y las noches que pasó planificando, sobrecogida, revuelta sobre sí en un rincón de la sala, aturdida por tanto estruendo inútil, sentada o arrodillada, la espalda contra la pared, desvariando y devanándose los sesos, ofreciendo estérilmente entre sus manos las plastilinas y los ladrillitos para construir casas y puentes, los lápices para hacer dibujos entre todos, las piezas de rompecabezas y los cuentos.

Imagino al jardín, a todo el jardín, con su patio de juegos y sus salas, y a todas las escuelas, con todos sus pizarrones y sus pupitres y su avidez y sus ganas, llevándose las manos a los oídos y suplicando que dejemos de hacer ruido, que dejemos de improvisar zapadas absurdas y destempladas con nuestros vasos, y que los despleguemos para beber y para convidar, para compartir y para crear, para hacer columnas que lleguen hasta el techo, para edificar castillos y hospitales, y que los pleguemos nuevamente para hacer de cuenta que son auriculares inalámbricos de telefonía celular de alma a alma, o monedas de respeto y de empatía.

Imagino a las escuelas, a todos los colegios y universidades, retándonos y reconviniéndonos, instándonos, igual que Mónica, a que dejemos de hacer tanto ruido en vano con nuestros vasos, y que los usemos, de una vez por todas, para empezar a jugar en serio.

A propósito de "Loca de tormenta"

No se da cuenta uno de cuándo empieza el viaje. De repente está, y eso es todo. Se descubre en medio de una carcajada, se siente una lágrima tibia caer por la piel de la mejilla, se toca el cabello, se cae uno en la calle o en la plaza. Son indicios que aparecen y pasan como pasan los árboles de la costa al navegar el río. Son hitos. Son mojones que la vida va dejando en la memoria. Y uno ya está en viaje, embarcado en el mar infinito de los días. Como Ulises de ida y de regreso. Surcando sin anclas la vida de a momentos. Buscando más allá de los ojos, con la vista en esa línea en que se tocan mar y cielo.

Al principio es todo proa. Capitán del propio sueño, uno solo tiene corazón para mirar hacia delante. La fina línea negra que se escurre en utopía hasta alcanzarla. Y después, el próximo horizonte, y otro, y otro más, en una sucesión infinita que uno busca forzando la marcha de los remos, o haciendo abrir de par en par la tela de las velas.

Y cuando se mira hacia el costado, o alguna tormenta nos pone en zozobra, y nos preguntamos hacia dónde vamos, y vemos los despojos de otras naves pasar con la corriente, al volver la vista a popa descubrimos justo a la mitad de nuestro propio camino, que atrás también hay horizontes, líneas sin fondo donde se han perdido: las caricias que una vez hubieron recibido nuestras manos; el aliento fresco del amanecer de nuestro tiempo; las cosas que una vez tuvimos y que fueron extraviándose en abismos de un arcón remoto.

Marineros de papel, a veces tememos seguir navegando si la lluvia nos moja los brazos o nos ahoga las sonrisas, y hasta solemos preguntarnos qué hacemos en mitad de ese océano sin brújula, sin norte.

A merced del monstruo (pues sabemos ahora que hay un monstruo en la penumbra-alcantarilla de final de recorrido), tememos también por nuestros sueños. Sentimos que la ingente inmensidad de toda el agua nos doblega, nos corroe las rodillas, nos hunde en el abismo circular del remolino. Y pensamos, como el marinero, que no vamos a pasar, que nos va a atrapar, que tanta agua y tanta inmensidad de mundo va a terminar ahogándonos, hundiéndonos con barco y todo en el lecho profundo de la ausencia.

Entonces se hace imprescindible el mismo movimiento circular, pero dentro de uno mismo. Algo que nos ensimisme y que nos lleve hasta el centro de nosotros, hacia el corazón inexplorado de lo nuestro-propio-inajenable, hacia donde duermen todos esos horizontes que una vez hemos creído sepultar en el silencio de una foto, o en el pálido y difuso zanjón de la memoria.

Hasta descubrir que aquellas cosas que creíamos perdidas: la niñez y la creencia, el calor de los abrazos y las upas, los murmullos, las desobediencias inocentes, la rebelde conquista de lo propio, siguen tan vivas como el nombre que llevamos, sigue grabadas en el fondo de esa tez que nos devuelve el espejo día a día.

Marineros de papel, necesitamos del amor de la estampilla para darnos cuenta de que estamos hechos para desafiar la correntada, para desbordar y deshacer los límites, las márgenes angostas del riacho que sigue la ruta del desagüe.

Marineros de papel de barrilete, tan hechos de las cosas más sencillas que nos pasan e inventamos, nos urge saber que estamos hechos todos, todos de papel, del mismo material sensible al soplo, al aliento y al latido; nos urge navegar surcando el aire, prendidos de la mano del amor del otro.