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Mi agua imprescindible (poemas)

Llueve,
pero no es como todas las lluvias,
que simplemente se deshacen
en millones de blandos transparentes alfileres;

desinteresadas lluvias
que solo se dejan caer sobre la calle
para hacerse charco,

o para correr ligeras
sobre barandales y declives.

Llueve de otra forma hoy
sobre los hombros encogidos suavemente
de los caminantes.

Llueve a punta de pincel,
como buscando acariciar las hojas.

Llueve sin llover,
con sol de refilón
y brillo de humedad en las paredes.

Llueve con cielo medio abierto
y nubes presuntuosas de vapor y de entusiasmo.

Del suelo se levanta un calor blanco
que sube y que se pierde entre las gotas,
mientras ve correr sin prisa
la tarde que se angosta,

el agua que se ha ido de sus manos.

Nada hacía imaginar
que el cielo se resentiría
de tal modo,
que habría de mandar,
sin embajadores diminutos
y sin aun sus peones incisivos y delgados,
el grueso de su ejército pesado y numeroso.

Así,
sin más exordios
que una súbita negrura
y un viento improvisado,
se despachó de pronto
con su vendaval de injurias,
y sus perros bravos
mellaron la tierra,
desgarraron los gajos,
desbordaron los bordes,
subieron las veredas
y husmearon los zaguanes.

Llenos de un encono celestial,
buscaban conjurar una herejía.
Lo supe cuando abriste
con tus ojos bajo el árbol
el ciclo de los ciclos,
y las ramas se inclinaron
para guarecernos del diluvio.

Tenías
flotando entre los párpados,
el tibio resplandor,
la alegre luz de ese jardín
que habían perdido nuestros padres.

Y yo tenía un dulce
dolor en el costado.

Pactamos, siempre y cuando no lloviera, vernos
aquella misma noche en la imparcialidad
de la calle, ese neutro y vital universo
que recién empezaba a saber de mi ansiedad
por verte el paso, de tu intriga y de mi premura.

Sería hasta las once, debajo de las luces
lentas y gregarias de la mirada nocturna.

Pero gris fue la tarde muriéndose entre nubes,
y el último fulgor se desgranó en aguacero.

Muy tibia fue mi pobre esperanza peregrina
a pedirle clemencia a ese cielo barroco.

Y no sé si habrá sido mi insistir tan penoso,
o mi hado tan bueno, que cesó la sangría,
y nació, milagroso, el primer cielo nuestro.

Mujer,
mi agua imprescindible,
mi fuerte anatomía de Mar Rojo,
que en dos te dividiste
las entrañas
para que mi pueblo
por tu lecho caminara hacia la tierra prometida.

Mi amor,
mi fértil mar
y prodigioso Nilo,
que envuelto en tu caudal
me regalaste el llanto de la vida
y el junco entretejido del milagro.

Mujer, mi quieto lago
y mi deshielo cristalino,
lluvia necesaria de mi alma
de moroso sembradío,
así tan esencial es tu bonanza:
mi sed de eternidad
solo se calma
si bebo del reflejo de tu río.


Hoy es fiesta nueva y cotidiana.
La mesa está cubierta de flores estampadas
y el cielo entra de a poco por los vidrios.

El agua se agita en un silbido,
llamando a la cebada.

Repican los cuchillos,
se esparcen las cucharas
y las sillas retroceden.

Un hilo de vapor
que se disuelve,
levanta serpenteante su acrobacia.

Lo sigo en el contraste de tus ojos,
y veo y me imagino
ya las alas
abriéndose silábicas y armónicas.

La mano inaugura el ida y vuelta,
y mientras pasa el escanciado aroma a yerba,

espero como un chico en nochebuena,
la suelta de palabras en tu boca.