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La soga invisible (cuentos)

La soga invisible

Que su misma sangre hubiese tenido en otro ser una expresión tan miserable de la mano divina, había sido desde siempre inaceptable para Pedro. Él era – recordaba que su madre siempre se lo había dicho, casi desde que tenía noción de su memoria – la luz de la familia, la esperanza de escapar a la mediocridad de esa vida chata y a los saltos, de ese día a día con la soga al cuello y las manos raspando el fondo de las ollas y de los bolsillos.
Se le había hecho ya intolerable pasar por el patio y ver a esa cosa de espaldas a la casa, mirando siempre la misma planta, inmóvil durante tanto tiempo, mientras las palomas se le acercaban a beber del charco de baba que se formaba entre sus zapatos.
Mario de espaldas.
Mario de espaldas, y a la noche sentir el ruido crujiente de la tela de nailon que le ponían entre la sábana y el colchón, y despertar con el mismo olor húmedo por la mañana, como todos los días, como todas las semanas. Como toda la vida.
Por suerte faltaba ya muy poco tiempo. Solo un par de días y estaría de viaje haciendo su propio camino. Después de la escuela rural y del bachillerato en el pueblo, al fin, después de haber invertido una cantidad incalculable de pasos en la tierra, en el barro, después de tantas horas de leer hasta enceguecerse por el cansancio y por la escasa luz amarillenta de esa casa, después de haber juntado en un sobre con billetes la transpiración de sus padres y la suya propia – dólares, les habían aconsejado – lo esperaba finalmente la universidad, con su promesa de nuevas relaciones y la invitación a empezar a construir el futuro de prosperidad por el que sus padres habían rezado cada noche.
Una determinación impaciente de guerrero hambriento le alargaba los días. Las horas se le volvían laberintos interminables de tedio, y tejían por toda la casa una telaraña invisible que, sabía, de a poco lo estaba sofocando. Era una especie de armazón pegajoso que crecía y se volvía más fuerte, como si estuviera dentro de un útero estéril que se empeñaba vanamente en retenerlo y en alimentarlo.
Solo necesitaba resistir un par de noches. Aspirar profundo y tratar de hacer que el sueño lo ganase antes de tener que respirar nuevamente. Hundirse en la inconciencia de un tiempo muerto. Descansar en su propio mundo de fórmulas y cuentas, lejos de todo ruido y todo hedor, ausente a los intentos de balbuceo ininteligibles de Mario, ajeno a su húmeda mascada de guanaco, a sus pasos toscos, a su olor de animal encerrado, a sus largos momentos de impasibilidad frente a las plantas del jardín, a sus saltos y a sus risas estúpidas y sin sentido.
Les había pedido a sus padres un hermanito, y al cabo de unos meses le dieron esa cosa que no entendería nunca nada de nada, con la que no se podría siquiera conversar, ni mantener sano un solo juguete. Solo correr, correr de a dos por el patio, sin sentido, entre la risa tosca de Mario y su lengua jadeante. Mario prisionero de sí mismo, encerrado en su caparazón de aire.
Mamá era la que más le hablaba. Después se fue dejando ganar por el cansancio, y ya no intentaba sino dirigirlo con sus manos, hacer por él los movimientos más naturales, limpiarlo y acariciarlo, y tratar de contarle las novedades de la casa. Pero ningún estímulo pareció dar nunca resultado.
Pedro se preguntaba si Mario sentiría algo por ellos. Si sabría lo que es un padre o un hermano. Las sonrisas a destiempo, la expresión alelada del rostro, el ensimismamiento… las limitaciones, en fin, que la naturaleza le había impuesto, lo habían ido convirtiendo con los años en un objeto del que las caricias y las palabras no correspondidas habían ido alejándose paulatinamente.
Para el almuerzo de despedida – lo pasarían a buscar esa misma tarde – se puso sobre la mesa el mantel blanco (que conservaba los imborrables dobleces del envoltorio original), sobre el que se sirvió la mejor de las comidas que en muchos años se hubiese preparado. Había en el aire, mezclada entre el olor a carne asada y la tibia respiración del pan caliente, una inquietante sensación de felicidad, un aire triste de festejo.
Mario no comió. Como de costumbre, se mantuvo indiferente a toda charla. Pero esta vez su distanciamiento era distinto. En sus ojos había una negrura desusada, como si algo les hubiera sacado la vida, y estuvieran ahora flotando vacíos entre las palabras de los otros comensales. Le pasaban casi por delante de la nariz el salero, la aceitera, un pedazo de pan, un plato con un trozo jugoso como le gustaba a Pedro, la inmensa cuchara con puré. Pero Mario seguía imperturbable.
Pedro pensaba en el viaje, en la facultad, en los apuntes que le habían adelantado y que ya tenía leídos, como para no perder ni una pizca de terreno. Al día siguiente ya estaría camino a su sueño de números, cheques y certificados, libre de toda atadura, dueño de tejer y destejer su propia vida, sus propios vínculos.
No se dio realmente cuenta de lo extraño que estaba Mario hasta que en medio de las sobras del plato principal, con el suyo todavía intacto, su hermano se levantó de la mesa y sin emitir ningún sonido salió caminando al patio, y se puso, como siempre, de espaldas a la sala, frente a las plantas.
Trataron entonces de retomar la conversación: la pensión que aguardaba a Pedro, las recomendaciones para moverse en la ciudad, los ruegos maternos para que se mantuviera en contacto casi a diario, el renombre de los profesores…Pero un aullido de animal herido, un estertor profundo y cargado les hizo interrumpir la charla. Afuera, Mario seguía de espaldas, pero ahora se había acuclillado, y tenía los dos brazos a la altura del estómago, mientras se sacudía espasmódica e interminablemente, como si estuviera vomitando en pedacitos todos los días de su vida.
Pedro fue el primero en llegar a su hermano, que aún sacudiéndose con intermitencia, parecía recobrar su actitud apacible y desentendida mirando nuevamente las plantas con sus ojos de nada.
Como era de esperarse, nada volvió a salir de su boca. Delante de él, entre sus piernas todavía dobladas por la náusea, se desmoronaba aún lentamente sobre el pasto un montoncito informe, en el que penosamente podían distinguirse, verdosos y entreverados con los restos de comida, los números deshechos, las fibras desgarradas, los minúsculos pedazos macerados del rostro de George Washington.


Umbral

- Me vine de nuevo al hospital expresamente para controlarle la fiebre, Claudia. Vos sos un amor, la mejor enfermera de este piso. No me mires con esa sonrisa incrédula, que te lo digo en serio: muy cuidadosa, muy eficiente, y nunca dejás que los pacientes se queden solos por demasiado tiempo. Pero espero que me entiendas: quería ocuparme personalmente. Creo que porque tiene la misma edad que mi hijo, o por la forma en la que Berta me rogó el otro día que se lo salvara. Tendrías que haberle visto la cara, pobre mujer: le temblaban los labios y le salían las palabras entrecortadas. La verdad, pocas cosas me ponen más incómodo que asumir la responsabilidad de una vida tan fresca.  En la universidad siempre trataron de enseñarme a desligarme de la culpa, a reconocer y a aceptar mis propias limitaciones y las de la ciencia, a que hacemos solamente una parte del trabajo, y otros tantos bla, bla, bla: “El resto depende del paciente, de la naturaleza y, si usted es creyente, del dios que usted tenga” me dijo un día el profesor Argento, poniéndome una mano sobre el hombro. Le había confesado a la salida de su cátedra que no sabía si sería lo suficientemente fuerte como para soportar que se me muriera un paciente. Y me contestó: “Los pacientes no se le van a morir a usted. Se van a morir ellos, nomás; así de simple. Usted hará todo lo que pueda, no tengo dudas, pero hay cosas que no pueden manejarse. De cualquier forma, adaptarse a perderlos le va a costar más o menos unos cinco o seis pacientes. Después va a terminar aceptándolo como algo natural, que necesariamente tiene que pasar para que todo siga adelante. Se va a acostumbrar, ya lo verá”.
- ¿Y? No me digas nada: no te acostumbraste, ¿no?
- Ya me pasaron por las manos siete muertos desde aquel pequeño discurso de Argento, y todavía no pude lograr que la sola posibilidad de que se me vaya el octavo me duela siquiera un poquito menos que la desaparición del primero… Te sigo contando: cuando entré a la habitación, a eso de las ocho de la noche, Berta estaba sentada al lado de la cama acariciándole la frente y el pelo con la yema de los dedos. Me quedé un rato mirándolos callado. Cada tanto le pasaba la mano por la cabeza hacia el costado, lo peinaba. De vez en cuando le rascaba la mollera muy suavemente con la punta de las uñas y volvía después a emprolijarle el pelo, que le revolvía con unos mimos. Tenía la otra mano enredada en las del chico, que estaba más pálido que la sábana y tan dormido como en el momento en que llegó. Berta le cantaba una canción de cuna, como si le quisiera hacer upa con la voz y hacerle más llevadero el sueño. Le pregunté en voz baja y con media sonrisa, mientras sacudía el termómetro, si se iba a quedar de nuevo. Hizo sí con la cabeza sin dejar de cantar, y me devolvió el gesto con otra sonrisa, lenta y triste. Un milagro: treinta y siete y medio. No sé si fue la canción de la mamá o que fuiste vos la que le dio el antitérmico, pero la verdad que el hijo de Berta dormía tan en paz… Los párpados le latían de una manera muy suave, como si siguieran la cadencia de la voz. ¿Estaría soñando con alguna sirena de sus libros de cuento, con alguna ninfa, con alguna virgen cantora? O tal vez estuviese escuchando a su madre y viéndola en otro mundo. Una vez, Claudia, soñé que se me caía una olla al suelo, y escuché tan nítido el repiqueteo contra el mosaico, un ruido tan vivo y tan de este lado, que me desperté bruscamente y empecé a buscarla por el piso de la pieza, hasta que me di cuenta de que ese bochinche a metal era el despertador, que golpeaba con una insistencia bárbara. Me pregunto si el chico habrá estado soñando con las caricias de la mamá. Si la mano de Berta se habrá convertido en viento, o en agua, o en algo cálido y sin forma, indefinido pero placentero.
- Mirá que estás filosófico hoy, eh ¿Un tecito?
- Dale, así me calmo un poco. Ese chico me tiene preocupado. No termina de recuperarse que ya tiene otra recaída. Pobre alma. Toda esa resistencia y ese sufrimiento silencioso; tanto heroísmo quizás para nada…
- Pero él no piensa eso…
- No. Es cierto. Solamente lo acepta. Como si sintiera que son las reglas del juego que se le imponen, como si se entregara manso al reposo, como si estuviera resignando el cuerpo.
- Dale, tomá el tecito, que te va a hacer bien…
- El martes le hacemos otros estudios. Sangre y orina completa. Vos hacé ese día el turno diurno. Necesito que te encargues de atenderlo, Claudia. Que le des el privilegio de tener tus cuidados. Es lo mejor que puedo regalarle.
- Ay, Ariel… todas…
- No. Vos. Ese chico se merece que lo atiendan como vos lo hacés. Está en el límite; en el umbral. Desde que llegó acá con esa maldita enfermedad, lo sacamos de la infancia, y ahora está peleando en el borde de su vida; está dejando atrás los camioncitos y la bici para entrar de golpe en nuestra vida real, la del dolor físico, la de la soledad, la de la desnudez que la muerte nos hace sentir… Me pregunto si cuando nos vamos nos llevamos algo; no sé, la última imagen, unos últimos recuerdos, alguna sensación placentera o de dolor… algún olor querido… Me pregunto si será como en el sueño; si el chico… por favor no, el chico no… si entrará en la muerte como en el sueño, llevándose quizás una caricia de su mamá, el sonido de una canción suave…Berta me mira como un detective, ¿sabés? Intimidante y desorientada: me pasa los ojos de arriba a abajo. Es un fantasma, un dios transparente sentado en la cama al costado de su hijo. Ya no come, por temor a perderse algún segundo de lucidez del chico. Ya no duerme. Solamente lo acaricia, como si pudiese hablarle con las manos, entrar en su inconciencia y hablarle para que se sienta acompañado. Le dije “¿Por qué no descansa, Berta? Él está inconciente. Ni se va a dar cuenta si usted se va, se pega un bañito, come algo… Un par de horitas, nada más, y vuelve…” Y me contestó: “No está inconciente. Solamente está dormido. Todas las noches tengo que acompañarlo y quedarme en su cama, acostarme al lado para que se duerma, porque les tiene miedo a los ‘montuos’. Me encanta cómo pronuncia esa palabra. Y en la madrugada, cuando me despierto con el cuerpo todo torcido, por más que no haga ruido y que me levante con muchísimo cuidado, él siempre se despierta, como si dormido y todo se diera cuenta de que lo estoy dejando”.
- Y dale con esos análisis. Dejá esos papeles, ¿querés? Estás obsesionado. Por ahí Argento no estaba tan… ¿Qué te pasa? Por dios, qué cara…
- No los había visto. Mirá los leucocitos: se le fueron a las nubes. Y cada vez es más difícil bajarle la fiebre, Claudia, por dios, pobre pibe. No quiero que sea el octavo…
-   Bueno, Ariel, tranquilizate. No va a ser el octavo. Vas a ver que no…
-   ¿Y cómo lo sabés?
-   Porque te conozco, te tengo una fe ciega, y lo estás llevando super bien…
- No, no. Va a ser el octavo, y no voy a poder evitarlo, Claudia, va a ser el octavo… y no quiero, no quiero que sea el octavo, ¡no quiero que sea el octavo!
- Ariel, por favor, escuchame, tranquilizate, va a estar bien, se va a mejorar…
- ¡El octavo! ¡No quiero que sea el octavo!
- ¡Doctor!
- ¡No quiero que sea el octavo!
- ¡Doctor! ¡Doctor! ¡Venga, que se nos descompensó Molina, el de la 13!
- ¿Elena?
- Sí, doctor, soy yo, Elena. ¡Despabílese de una buena vez, doctor, y venga rápido!

Cuando volví de la 13 por el pasillo, me apuré a pasar por la habitación de Martín, que se había despertado hacía un rato largo, me dijo enseguida Berta con una alegría que le brillaba en los ojos. Le había dado un par de sorbos de agua y hasta habían charlado. Mientras ella seguía acariciándole la cabeza, su hijo la miraba con una felicidad serena, y buscaba nuevamente entrar en el sueño. Le toqué la frente: no tenía fiebre.
- Dormí, mi amor. Descansá, mi cielo - le dijo Berta, y su hijo estiró un brazo hasta la cara de su madre, abrió grande la mano, le hizo una caricia larga y lenta y se lo llevó de nuevo hasta el pecho, como si tratara de guardarse el rostro de Berta en el alma, como si procurara hacerse de un equipaje imprescindible para viajar por toda esa noche por sus sueños hasta la mañana. Y se acurrucó de nuevo ya entrando en duermevela.
- Y usted me pide después, doctor, que lo deje algunas horas para comer y descansar un poco.
Elena estaba ya en la guardia preparando otra recorrida.
- La extraña a la pobre Claudia, ¿no?
- ¿Por qué? ¿Cómo sabés?
- Porque mientras dormía la nombró unas cuantas veces.
La ventanita de la sala de guardia había empezado a aclararse. Pero no era luz todavía: era una especie de bruma pálida, como si la oscuridad de la noche que se estaba terminando de ir estuviese destiñéndose y cayendo sobre el hospital como un párpado tenue e impreciso, como un umbral indescifrable de sombras y de voces, como el cerco que resguarda el difuso territorio de los sueños, ese sitio indefinido en el que nos perdemos y nos encontramos con nuestros propios fantasmas, sin poder saber a ciencia cierta si seguimos vivos, o empezamos a estar muertos.


Callejón del gato

No me tomó demasiado tiempo saber que estaba perdido: me lo develó a escondidas, entre las sombras hipertróficas y lentas de la noche, un pálido brillo que se le escapaba de las pupilas abiertas como partos por la oscuridad azul de las veredas, y que le caía por el cuerpo desganado y flaco de pobre transeúnte nocturno, como si estuviera padeciendo en todo el esqueleto la angustia hambrienta de semanas de vagabundeo. A esas horas, la cuadra se llenaba de maullidos y de olores blandos y penetrantes, que subían hasta la nariz como si hubiesen venido condensándose lentamente desde la mañana. Para los que vivíamos al otro lado de la avenida, era el paso obligado hacia el parque, de manera que nos habíamos acostumbrado a atravesar aquel tramo en busca de un poco de espacio para correr.
Precisamente allí fue donde lo encontré, rondando los umbrales, esperando quizás que se abriera alguna puerta y que alguien le consolara momentáneamente el estómago; procurando alguna protección, algún refugio, como si tratara de ponerse a salvo de la voracidad de vaya a saber qué tipo de alimaña.
No sé por qué, si por una especie de compasión o por mi natural tendencia hacia el afecto, me detuve y traté de acercármele, con bastante cuidado como para no espantarlo. Pero enseguida caí en la cuenta de que ni aún haciendo lo imposible por asustarlo hubiese logrado ponerlo en huida. Por el contrario, en vez de amedrentarse se me acercó él también, y procuró por todos los medios ganarse mi confianza con una mueca de animal desorientado y triste.
Había ya algo entre ambos. Los dos nos habíamos visto: instintivamente se había dado vuelta al sentir acercármele, y yo había estado observándolo pescar entre los desperdicios y rasgar las bolsas de basura con una resignada avidez de tigre viejo. Cada uno sabía de la existencia del otro, y en cierta forma estábamos ya sutilmente obligados a no ignorarnos. Pero yo tenía ya mi propia vida armada como para hacerme cargo de su miseria. ¿Qué hacer con él? Era prácticamente imposible llevarlo conmigo: no tenía suficiente espacio para los dos. Por otra parte, no podía tampoco dejarlo así, abandonado a su suerte; hacerme el distraído y pretender que fuéramos del todo extraños; hacer de cuenta que no me interesaba su sufrimiento. La culpa había empezado a hormiguearme el pecho: era tal vez probable que él muriese en el desamparo, mientras yo seguía con mi vida, corriendo alegremente por el parque como si nada pasase en ese mísero callejón. Debería de ahora en más pasar por allí todas las noches lo más rápidamente que pudiese, y hacer oídos sordos a sus quejidos lastimeros, o hacer la vista gorda hasta que alguien sacara de esa calle su cadáver y lo tirara envuelto en cualquier agujero, como suelen hacer con los que a nadie importan.
Vino hacia mí lentamente, con una cautela excesiva, como si tuviera miedo él de asustarme a mí, y ensayó una suerte de caricia. Sólo Dios sabía por cuántas casas se habría arrastrado raspando sus puertas, mendigando un lugar. Y no conocer ni el rostro del que lo arrojó a la calle y lo hizo errar rodando por el fondo del mundo. Ni siquiera poder buscar amparo entre los suyos. No tener la mínima chance de un abrazo; ser espantosamente rico de una abrumadora cantidad de basura.
Demasiado para mí. Me destrozó la impotencia. El horror me ganó la partida y ya no pude sostenerle la mirada. Indudablemente esperaba muchísimo más de mí de lo que yo podía darle. Algo, no estoy seguro de que haya sido cobardía, me empujó a huir. Primero me incliné levemente hacia atrás, para luego darme vuelta inmediatamente y empezar a correr en dirección de la avenida: salté por el tapial hasta la ventana, y después por la paredcita de siempre hasta el tinglado, donde volví a bañarme, como todas las noches serenas, de luna húmeda y de lengua de mi hembra, tratando de borrar de mi mente la imagen angustiosa y miserable de ese pobre hombre.