DISCURSO DE EGRESO – PROFESORADO JUAN N. TERRERO
Creo que esta instancia resuelve definitivamente la añeja discusión acerca de si el tiempo es un concepto abstracto o concreto.
El tiempo es tan concreto como un espejo, como un múltiple y polifacético espejo en el que podemos mirarnos y reconocer al que fuimos y al que somos, y también a los que, en distintos momentos de nuestras vidas, han hecho que fuésemos.
No en vano Charles Dubos, en una de las más lúcidas, loables y certeras definiciones que hayan podido concebirse en toda la historia, afirma que la literatura es la comunicación de dos almas a través del tiempo. Agregaremos nosotros que la literatura es una de las formas de la enseñanza, y por ende, esta última también será una comunicación entre dos almas, pero en un mismo espacio, que luego sí perdurará en el tiempo. En ese tiempo especular. En ese tiempo arcón de almas; de los más amplios museos, de los más bellos jardines y de los más poderosos motores de la cultura: las almas, moradas en las que deben convivir complementándose permanentemente las dos clases de saberes a los que hace referencia Ernesto Sábato: el científico y el humano.
Si hoy nos asomamos al espejo del tiempo, notaremos que durante estos últimos cuatro años nos hemos nutrido de ambos. El primero, nuestras almas lo han bebido de bellísimos discursos y de clases y de libros. El segundo, otras almas nos lo han enseñado sin necesidad siquiera de tener que decir una sola palabra al respecto.
Si hoy nos asomamos al espejo del tiempo, veremos, en la cara del presente, transmigradas e inseparables, a todas las almas que en este tiempo han ido sedimentando las nuestras; a todas las almas que son, ahora, nosotros.
Pero hay una cara del espejo que espera por su imagen. Son los rostros que vendrán. Son las almas que algún día compondremos.
Así como no hay escritor que no deba nada a otro que le haya precedido (desde una idea hasta un verso o una sílaba), tampoco hay alma que no deba a otra una parte de su esencia. Otros nos verán, inmarcesibles y renovados, conciliando y equilibrando saberes, en el espejo de su propio tiempo.
DISCURSO ACTO DE ENTREGA DE BECAS – INSTITUTO SUPERIOR DEL PROFESORADO JUAN N. TERRERO – LA PLATA , SEPTIEMBRE DE 2004.-
Hay diferentes maneras de concebir el otorgamiento de una beca. Una de ellas es considerarla como un premio, lo cual implicará que volvamos la vista hacia atrás y hagamos un repaso por los mojones que nuestra memoria ha guardado del trayecto que hacia él nos condujo.
Todo será indudablemente grato, pero acabado el recorrido, esta concepción nos dejará en los labios y en el pecho cierta sensación de apetito. La palabra premio resultará un tanto insípida, como si sus letras, por más que las estiráramos hasta la transparencia, no pudiesen terminar de envolver, de abarcar, la total dimensión que tiene una beca.
Algo tendremos que agregarle a premio para que alcance: una extensión que nos haga girar nuevamente la cabeza hacia adelante y nos muestre lo que tenemos enfrente. Buscaremos en el estrecho, finito universo del lenguaje, hasta dar con alguna letra o alguna combinación que nos hable de futuro.
Redonda como un planeta que avanza siempre en traslación continua, aparecerá entonces la “o”, que es la llave de las posibilidades: yo puedo hacer esto, o eso, o aquello, o aquello otro. Yo puedo elegir, y la elección jamás se realiza en el pasado. Se programa en el hipotético terreno del futuro, y se concreta en el campo decisivo del presente.
De este modo, la “o” vendrá a instalarse en el seno de premio para despertarla, para revivirla y para ser su eje, su centro y su motor, y para dar a luz a una nueva concepción de beca, que pasará de ser premio a ser proemio, que significa prólogo, prefacio. Una concepción que no descartará el pasado, puesto que seguirá incluyendo la palabra premio, pero que será mucho más que un recuerdo: le agregará la expectativa por mañana, la inclusión del porvenir.
El paso de premio a proemio puede parecer sutil, o ínfimo, especialmente si se lo considera sintáctica, lingüística o fonéticamente. Sin embargo, bastarán algunas líneas para demostrar que la diferencia es radical:
Premio pasa; Proemio siempre viene.
Premio se desanda; Proemio se comienza.
Premio es la espalda del tiempo; Proemio los ojos.
Premio cierra etapas; Proemio abre las puertas.
Premio es de mármol; Proemio es de arcilla.
Premio es de oro; Proemio es de fuego.
Premio se enmohece; Proemio reaviva.
La luz que irradia Premio es el candil que enfunda el mundo cada noche; Proemio resplandece en el rocío matinal que abre los días.
Premio es singladura; Proemio es el mar.
Premio es el camino; Proemio la llanura.
Premio es Orfeo en el infierno; Proemio es el Jano Bifronte, que mira hacia adelante sin dejar de ver atrás.
Premio es de bronce; Proemio es de sangre.
Premio se recoge a cuarteles de invierno; Proemio es el grito que templa el acero en la vanguardia.
Premio se recuesta; Proemio se levanta. Proemio es ese tiempo en el que aún no se es, pero se palpita.
Premio vive en la memoria; Proemio germina en el alma.
Premio es la página escrita; Proemio, la materia del poema.
Premio se ciñe los laureles; Proemio procura una corona.
Premio se mira en el espejo; Proemio jura ante sí mismo.
Premio caduca; Proemio reverdece, reverbera, introduce, comienza, nace, proclama y grita. Proemio pide campo. Es la húmeda simiente en el suelo removido. Es caballo, buey, arado y brote; es raíz que pugna por romper la tierra.
Premio reposa; Proemio golpea, pone la piedra primera del dique, proyecta sembrados donde baldíos, Marechales donde Coelhos, patrias donde países, canciones donde silencios.
Y así, mientras Premio se emborracha, Proemio se imagina; y en sus puños apretados se renueva, mientras vive, mientras hace, mientras piensa, el perenne latido, la constante esperanza, la promesa encabritada de nunca jamás dejar de soñar.