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martes, 22 de noviembre de 2011

Merlino Merónimo, el mago despistado

– ¡Ay, señor, estas varitas,
qué mágicas, ni ocho cuartos! –
se queja Merlino el mago,
mientras sus brazos agita.

– ¿Qué es lo que pasa, gran mago?
¿Por qué motivo se angustia? –
su ayudante le pregunta,
el fiel Suleico Siplaco.

– ¡Es que el teatro ya está lleno!
¡Tengo que salir a escena,
y justo en este momento
la varita se me niega!

– ¿Pero cómo es que lo sabe?
¿Ella acaso se lo ha dicho?

– ¿Pero cómo te imaginas
que puedan hablar las varas?

– ¿Entonces, qué es lo que pasa?

– ¡Se esconde, la muy dañina!

– Ah… Ahora entiendo, maestro.
Debe estar por algún lado.
Déjeme, que yo la encuentro…

– ¡No tengo tiempo, Siplaco!

– Entonces, tome este palo,
que es de mi tribu: del brujo,
que era mi abuelo. ¡Cuidado!,
que su poder cambia el mundo.

– No te preocupes, niñato,
que soy mago recibido;
y ya verás que mi estilo
es delicado y cortés…

– Pero Merlino, gran mago,
¡lo está empuñando al revés!

El mago no alcanzó a oírlo,
y así salió al escenario:
con su aire de señorito
y el palo mal empuñado.

Ya el primero de los trucos
salió al revés de la cuenta,
pues a un señor muy pelado
quiso poner cabellera,
y al apuntar con el palo
hacia su calva cabeza,
en lugar de un buen peinado,
le puso fideos con tuco.

– ¡Qué enchastre! – pensó Merlino,
y volviendo a usar el palo
para romper el hechizo,
se concentró en darle al hombre
un cabello bien tupido,
especial para peinarlo.
Y el palo hizo de las suyas
otra vez, y de atrevido,
cambió fideos por púas,
y el coco le quedó al pobre
que parecía un erizo.

Merlino, desesperado,
ensayó nuevos conjuros
que no dieron resultado,
pues cualquier cosa nacía
sobre esa pobre cabeza:
primero fueron espinas,
luego un inmenso ramaje,
cordones de zapatilla,
manubrios de bicicleta,
caracoles enrulados...
y hojas de cocotero,
y fuegos artificiales,
y cuerdas de violonchelo,
y sogas con nudos raros…
¡Y otra vez fideos con tuco!

Y al cabo de treinta hechizos…
¡de nuevo quedó pelado!

– ¡Por Dios, esto es un desastre! –
dijo Suleico Siplaco –
¿Dónde estará esa varita?
¡Agarre bien ese palo!

Merlino no lo escuchaba,
porque estaba empecinado
en seguir haciendo magia
arriba del escenario.

Fue peor el segundo truco:
el de la caja sin fondo.
El público quedó mudo
cuando pidió un voluntario.
– Le hago unos pases mágicos
con los que el cuerpo le borro,
y después en esta caja
aparece sano y salvo.

Pero nadie se animaba
a ser blanco de ese palo.
Hasta que dijo el alcalde,
que recién había llegado:
– Subo yo, ¿qué irá a pasarme?
Seguro que nada malo.

Quedó de este modo expuesto
a la magia de Merlino.
– ¡Alakazún! – dijo el mago,
y el alcalde se hizo humo.
– ¡Otro pase y lo devuelvo!
¡Ya ven que esto es muy seguro!
¡Alakazán!...
   Pero el palo,
que estaba mal sostenido,
en vez de hacerlo surgir
de la caja al pobre hombre,
trajo un chancho con su nombre
escrito en un cartelito:
“Alcalde Roberto Gil”.

La esposa sintió morir
al ver chancho a su marido:
– Chancho era algunas veces
porque al comer hacía ruido,
pero no lo quiero así,
¡chancho todo y chancho siempre!
¡Tráigamelo, pobrecito!
¡Devuélvalo como era!

– ¿Seguro lo quiere así? –
preguntó el que estaba al lado –
¿Tan petiso y colorado,
con esa cara tan fiera?

– ¡Petisa será su abuela! –
le contestó la señora –
¡Y para caras fuleras,
con la suya basta y sobra!

– ¡Haya paz, reine la calma! –
imploró a los dos Merlino,
queriendo evitar la riña;
y empuñando mal el palo,
a ella quiso calmarla…
¡y la convirtió en gallina!
Pero esto no fue tan malo:
al menos conservó el pico;
peor le fue al que estaba al lado,
ya que el rayo que le echó
fue mucho más doloroso:
le dio la forma de un cubo,
y así, cuadrado y tan duro,
como era todo pecoso,
quedó convertido en dado.

– ¡Suleico, trae mi varita! –
pedía a gritos el mago.
Y Suleico que buscaba
sin cesar, desesperado,
mas no encontraba la vara;
no estaba por ningún lado…
¡Parecía brujería!

Hasta que alguien en el hombro
tocó muy suave a Merlino,
y en medio de ese desorden,
le susurró en el oído:
– Si quieres, lo soluciono
en un tris-tras yo solita,
mas con una condición:
ya nunca más me abandones,
ni me dejes de plantón
sobre la mesa de luz,
perdida en el comedor,
en el botiquín del baño,
detrás de alguna puertita,
tirada sobre el sillón
o debajo de la cama.

– ¿Quién es? – preguntó Merlino
con temor a darse vuelta –
¿Acaso eres mi hada,
y vienes para salvarme
de esta función desastrosa?

– No, tonto, soy tu varita,
y vengo para ayudarte.
Me habías dejado olvidada
bajo tu juego de sogas,
entre tus mazos de cartas.

Y así volvió a ser alcalde,
con su misma cara fiera,
el chancho con cartelito.
Y su señora a los gritos,
gozó de no ser gallina.
Y el dado todo pecoso
retomó su forma humana.

Desde entonces, nunca anda
Merlino sin su varita.
Muy prolijito la guarda
siempre en la misma cajita;
y con sus cosas, lo mismo:
aquí y allí es ordenado,
pues teme que en algún lado
se olvide de algo importante.

– No más líos – dice el mago,
y ordena galera y guantes –
Suleico, fiel ayudante,
sólo una cosa más quiero:
sé que has sido tolerante,
que mucho me has ayudado;
si no te es sacrificado,
más que pedirte, lo ruego:
en cuanto viajes al sur
a visitar a tu pueblo,
hazme el favor, te lo encargo:
devuelve el palo a tu abuelo.