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martes, 3 de mayo de 2011

El dentista, la lectura y la felicidad

El panorama no era muy bueno, la verdad. Y no era una creencia mía: en la última consulta, el dentista me había dicho que tendría por lo menos para una hora, anestesia previa, porque el implante se me había despegado de la raíz (molar del fondo, maxilar inferior para más datos), pero aún se hallaba en parte sujeto a la encía.
Así que fui con bastantes ganas de no ir, después de haber acordado con Gabriela para que se encargara de llevar a Enrico a básquet y a Martina a danzas (lo cual no dejaba de ser una complicación para ella, y para mí, un pequeño gran traspié en la pelea cotidiana que les doy a mis ocupaciones por un poco más de tiempo con mi mujer y con mis hijos).
Mantenía la infantil esperanza de que el dentista no estuviese, que hubiese tenido que salir por alguna razón inesperada, o que al menos estuviera bastante retrasado, pero mis  expectativas se desvanecieron en cuanto llegué y vi la sala de espera sin pacientes, y de la puerta entreabierta del consultorio salía esa voz insoportablemente tranquila.
No tuve que esperar más de tres minutos hasta que me llamó, y cuando quise acordar ya estaba recostado con la boca abierta y los separadores puestos, y escuchando cómo me repetía lo que me había anticipado hacía dos semanas, aunque en un tono de broma que preventivamente trataba de calmarme mientras toqueteaba la pieza con una especie de pinza o algo por el estilo (yo lo miraba de reojo): que mirá vos, che, que justo en ese lugar, que es el más incómodo para trabajar, que vamos a necesitar un poquito de anestesia, que si se hubiera mantenido pegada la raíz, pero no, justo lo que no se tenía que despegar se había despegado, que hacete un buche y vamos a tratar de ver cómo está, que Ana, andá preparando el… sí, eso, que vamos a ver, si te duele me decís, bah, me levantás la mano, porque decir… mucho no vas a poder, je…, pero tranquilo, que primero, antes de anestesiar quiero ver cómo está, así que… a ver…, un poquito de paciencia… que se mueve bastante, mirá vos, y… un poquito más y… ¿a ver?.. ahá… bueno, ahora te vas a hacer un buche, pero mirá…
Y vi contra la luz tenue de la lámpara, agarrado por dos bracitos de metal, todo el implante completo que había salido, inexplicablemente, casi sin que el dentista se esforzara, que se sonreía con una satisfacción como de quien termina la última página de un libro.
Después, pegarlo de nuevo fue un trámite de no más de diez minutos. Y al cabo de otros cinco ya estaba saliendo del consultorio, feliz y aliviado. Y diez minutos después, estaba en la puerta del estudio de danzas, disfrutando de un tiempito extra inesperado con las tres personas más importantes en mi vida.
La felicidad, creo, debe ser algo muy distinto de lo que imaginamos, o quizás al menos bastante más simple. Generalmente acostumbramos concebirla como una especie de “estado” permanente, y por lo tanto, muy a nuestro pesar, utópico como tal, imposible de alcanzar, pues siempre habrá algo que lo perturbe. Una computadora que se cuelga, el sueldo que no alcanza, el vecino, los cortes de luz o la derrota en el clásico serán suficientes razones (por nimias que parezcan) para desbaratarlo.
Entonces, o la felicidad como estado no existe, o es de naturaleza bastante menos ambiciosa.
Entonces, debe de haber otra forma de medirla que no sea, según nuestra mercantilista costumbre de cuantificar todo lo que tenemos a nuestro alcance, por medio de lo que dura.
Lo mismo nos pasa con la lectura, principalmente a los profes de letras. Por alguna misteriosa razón, nos vanagloriamos y nos satisfacemos de que les hagamos leer a nuestros alumnos ocho o diez libros por año, como si leer debiera medirse por el número de ejemplares, o por el de páginas. Incluso llamamos librito al que tiene pocas, y novela al que tiene muchas. Entonces encontramos que es mucho más meritorio leer una novela que un librito, o que un poema, porque, sin dudas, representa un esfuerzo intelectual mayor. Otra vez la bendita costumbre de cuantificar, de pasar todo a cifras. ¿Y la felicidad? ¿Y el goce en la lectura?
Creo que muchas veces, cuando damos literatura, actuamos como si fuésemos el dentista: tenemos necesidad de escarbar en una obra, de abrirle la boca al libro y tratar de llegar hasta el nervio, de hacer analizar las ideas, los temas y los recursos, de aplicar distintas teorías literarias a la vivisección de sus capítulos, cuando en realidad, quizás la cuestión pase por otro lado, y nuestra tarea, sorprendentemente, pueda sernos incluso mucho más simple, como ese implante que terminó saliendo casi sin esfuerzo. Así puede pasar por ejemplo con un capítulo, o con un cuento: de pronto despierta en quien lo lee, cierto sentido capaz de hacerlo alcanzar una maravillosa sensación de goce.
Como todo adepto a las letras, adoro leer, pero principalmente leer lo que me haga disfrutar, lo que me haga emocionar (no necesariamente lo que me haga reír, pues se puede disfrutar aun de una historia triste o de una tragedia), independientemente de la extensión que tenga. Hay clásicos que me resultan aburridísimos y hasta intolerables, por más que sean de autores consagrados. ¡Sacrilegio!, dirán algunos, rasgándose las biografías y los índices. Nada de eso. Simplemente, creo que la lectura es cuestión de piel, y que sólo una página, o una línea, pueden bastar para hacerme pasar un buen momento, como ese implante que salió de forma inesperada, y que, al igual que lo hicieron contados libros, me regaló un pequeño y precioso tiempo durante el cual sólo con eso fui feliz, inmensamente feliz.